sábado, 8 de noviembre de 2008

BIB AZAHAR 14

El reconstructor de canciones

Carlos, a simple vista, un jubilado común y corriente, un tipo normal. Tenía ya sus ochentaitantos años, con los que cargaba orgulloso. Vivía solo en un departamento chiquito en el centro de su querida ciudad de Buenos Aires, que lo mataba sólo para hacerlo sentir vivo.

En un tiempo había sido un gran abogado, había tenido familia, salud, dinero y amor. Pero el tiempo se los había quitado sin su permiso.

Carlos era un tipo muy rutinario, se levantaba siempre a la misma hora, se lavaba la cara y los dientes (los tres que le quedaban), y se peinaba con uno de esos peines que uno nunca sabe de dónde salieron, simplemente están ahí. Después se hacía una tostada, sólo una, porque había que conservar la figura, y, mientras tomaba su acostumbrada taza de café tibio, leía el diario. Lo que hacía después es un completo misterio (aun para quien escribe) que nadie jamás se animó a desvelar. Carlos se encerraba en su cuarto con doble llave y no salía hasta el mediodía, que era cuando, después de agarrar su cuaderno rojo, bajaba los cuatro pisos que lo separaban de la vereda en ascensor, saludaba a Juan (el portero) y entraba en el bar de la esquina para sentarse en “su” mesa. Digo “su”, porque ya se sabe que la rutina hace que nos apropiemos de cosas que no son ni serán nunca nuestras. La moza, una joven francesa que dicen se llama Amélie, le llevaba el segundo café tibio del día y Carlos se olvidaba de su figura comiendo dos medialunas calentitas.

Entonces empezaba la magia. Carlos sacaba una pequeña grabadora del bolsillo de su saco, y escuchaba, una y otra vez, canciones tristes que había grabado la noche anterior de la radio. Se sumergía en un mundo de los más variados dolores, de llantos y angustias, de amores perdidos y corazones rotos, de vidas separadas y mundos caóticos.

Su lápiz se deslizaba ágilmente por las hojas sin renglones de su cuaderno, modificando palabras, frases, dolores, comas y puntos aparte.

La moza lo miraba desde la barra y lloraba, lloraban los dos juntos y, poco a poco, todas las personas que estaban en el bar los imitaban. Incluso los hombres más serios, duros e insensibles lloraban como bebés sin su mamá de solo estar. Todos lloraban juntos, unidos en un solo sentimiento, sin poder evitarlo.

Carlos, entonces, se secaba las lágrimas y se ponía de pie sobre la mesa de madera con su cuaderno en la mano. Exigía la atención de todos los presentes y recitaba, con la voz quebrada, cada una de las canciones tristes reconstruidas. Tangos de Gardel, rocks de Sabina, baladas de Arjona, murgas uruguayas de Roos y alguna que otra canción de Panda.
Hay que reconocer que las canciones no siempre rimaban y perdían su estructura casi completamente, pero ese detalle no le importaba a ninguno de los presentes. Poco a poco las lágrimas, como las frases de las canciones, se volvían de felicidad, y el bar entero estallaba en carcajadas, para unirse de nuevo en un solo sentimiento.

Entonces Carlos se bajaba con cuidado de la mesa, agarraba su cuaderno y salía del bar, saludaba a Juan y subía los cuatro pisos que lo separaban de su departamento para encerrarse en su cuarto con doble llave, y hacer quién sabe qué cosa.

LUCÍA BIMA,
Salta (Argentina)